¿UNA ETAPA NUEVA EN LA POLÍTICA CUBANA HACIA LA EMIGRACIÓN?
Jesús Arboleya. Progreso Semanal.
Si analizamos la ruta crítica de la política cubana hacia la emigración a partir del triunfo de la
Revolución, podemos distinguir dos etapas, determinadas por momentos en que se producen
cambios cualitativos relevantes en sus objetivos y su conducción. La interrogante actual, es si el
país está abocado a la necesidad de emprender una nueva etapa en este proceso y en qué
consistiría la misma.
La primera etapa, que pudiéramos enmarcar entre los años 1960 y 1978, estuvo orientada hacia
una política de rechazo a la emigración y la ruptura absoluta con los emigrados. Fue el momento
en que emigraron mayormente personas cuyos intereses, cultura y origen de clase determinaban
un conflicto con el proceso revolucionario. Bajo el auspicio del gobierno de Estados Unidos, estas
personas convirtieron a la emigración en la base social de la contrarrevolución. Fue el origen del
llamado “exilio histórico”.
En la medida en que emigrar fue identificado como un acto de “traición a la patria”, se aplicaron
medidas muy duras contra los emigrados, que incluyó el decomiso de sus bienes y la prohibición
de regresar al país. Era un pecado que un revolucionario mantuviese relaciones con estos
“gusanos” o “vendepatrias”, aunque fuesen familiares muy cercanos.
Aunque mirado atrás pudiera parecer excesivo, fue una política que tuvo un respaldo muy amplio
de la población cubana, debido a la radicalidad del momento, el distanciamiento de estos
emigrados del resto de la población –emigraban familias enteras-, así como el rápido desarrollo de
una cultura distinta en el país. Los propios emigrados se vanagloriaban de representar a “la Cuba
que se fue” e intentaron reproducirla en Miami. Los sentimientos de confrontación y odio fueron
mutuos y todavía son un lastre histórico para el vínculo entre ciertos sectores.
El “diálogo con figuras representativas de la comunidad cubana en el exterior”, celebrado en 1978
a instancias del gobierno cubano, fue un punto de inflexión de esta política y marcó el inicio de
una segunda etapa, caracterizada por el reinicio de los contactos y cierta voluntad de diálogo con
los emigrados. En ese momento, se adoptó la decisión de permitir las visitas al país, suspendidas
por ambos gobiernos hacía casi dos décadas, y se desarrollaron intercambios, más o menos
intensos, en otras esferas de la vida nacional, especialmente en el seno de las familias.
Vale señalar, que no fue una política condicionada por factores objetivos que la hicieran urgente.
Ni siquiera vino a satisfacer un reclamo popular, por el contrario, la nueva política generó la
oposición de amplios sectores de la sociedad cubana, especialmente de muchos revolucionarios,
que la concibieron como una concesión al enemigo. Más bien respondió a un sentido de
consolidación del proceso revolucionario, determinado por la erradicación de la contrarrevolución
interna, una mejor situación económica, el auge de la política exterior de Cuba y un buen
momento en las relaciones con Estados Unidos.
Claro está que, al eliminar un tema de conflicto y tratar de neutralizar a la extrema derecha, entre
los objetivos de la nueva política estaba facilitar el proceso de mejoramiento de las relaciones
promovido por el gobierno de Jimmy Carter, pero Cuba insistió en que se trataba de un asunto
entre cubanos y así fue. De esta manera, el gobierno cubano incorporaba un sentido nacionalista
al proceso, enfatizado por el propio Fidel Castro, que catalogó las miras del diálogo como un paso
que se sobreponía al conflicto clasista y al apoyo a la Revolución. De hecho, fue esta visión
estratégica la que salvó al proceso de los reveses y retrocesos que tendría por delante.
El primer gran trauma fue la oleada del Mariel en 1980. Mucho se ha escrito sobre este momento
y aún quedan estigmas respecto a la composición de estas personas, que no se justifican ante la
evidencia histórica. En cualquier caso, lo que interesa recalcar es que el Mariel constituyó la
primera señal de que la emigración había devenido un fenómeno endógeno del socialismo en
Cuba. Ya las causas no podían ser referidas al pasado y estadísticamente ningún otro grupo de
migrantes se ha parecido más a la sociedad cubana que los marielitos.
La secuela del Mariel fueron los acuerdos migratorios de 1984, auspiciados por Estados Unidos,
ante el temor de nuevas oleadas de migrantes incontrolados procedentes de Cuba. No obstante,
las características de estos acuerdos, su restrictiva aplicación por parte del gobierno
norteamericano y la política encaminada a promover el caos social en Cuba, una vez que se
produjo la caída del campo socialista europeo, estimularon la explosión migratoria que dio lugar a
la llamada crisis de los balseros en 1994.
Fue una respuesta a la crisis económica que vivía el país, considerada la más brutal de la historia
de Cuba. Una de sus consecuencias fue cambiar de manera definitiva la percepción de la sociedad
cubana respecto al tema de la emigración y las relaciones con los emigrados. No podía ser
repudiado el que emigraba para escapar de la crisis y ayudar a su familia. A partir de ese
momento, el fenómeno migratorio abarcará a todo el tejido social cubano y un nuevo tipo de
emigrado, vinculado estrechamente al país por razones filiales y culturales, fue a integrar las filas
de la emigración.
Los acuerdos migratorios de 1994, de nuevo resultantes de una crisis migratoria con Estados
Unidos, permitieron cierta normalización del flujo migratorio, a pesar de que la política
norteamericana continuó permitiendo, en alguna medida, la práctica de emigrar por vías ilegales.
Aunque criterios económicos estuvieron presentes en la implementación de la política hacia la
emigración desde 1978, este aspecto no tenía la importancia que comenzará a desempeñar a
partir de este momento, dada la situación económica del país.
A pesar de limitaciones e interrupciones determinadas por la tensión existente entre los dos
países, en lo fundamental, la política establecida en 1978 no cambió el objetivo estratégico de
mantener el contacto con los emigrados y mantuvo una continuidad en su aplicación que propició
la reforma migratoria de 2013.
El discurso oficial la justificó a partir de los cambios sociales ocurridos en la emigración y el
deterioro de las posiciones contrarrevolucionarias en sus filas. Sin embargo, se obvió mencionar
los cambios también ocurridos en la sociedad cubana y el reclamo mayoritario de la población
respecto a estas reformas, las cuales, efectivamente fueron muy abarcadoras e implicaron la
solución, aunque parcial en algunos casos, de buena parte de los problemas más acuciantes de la
política migratoria hasta ese momento.
La reforma terminó con el trámite del permiso de salida, considerado una restricción de los
derechos ciudadanos, eliminó la práctica del decomiso de bienes a los que decidían abandonar el
país, equiparó en derechos a los nuevos emigrados con el resto de la sociedad cubana, restringió
el concepto de emigrado definitivo a los que no actualizaran su situación después de cumplir dos
años fuera del país, facilitó la emigración circular, así como el retorno de los que habían emigrado
antes de 2013. También implicó un mejor tratamiento a los emigrados, que se hizo notar en la
labor de los consulados y el discurso político oficial.
Adoptada no sin cierto retraso, esta reforma fue la respuesta a una realidad que ya resultaba
evidente y continuaba agravándose, a saber, la emigración se había convertido en un problema
endémico para la sociedad cubana, con costos a la larga insostenibles para la nación, si no se
tomaban las medidas necesarias para atenuarlos.
Actualmente, la mayoría de los que emigran son personas laboralmente activas, con altos niveles
de preparación. Esto tiene un tremendo impacto en la economía, pero también en el balance
demográfico y el ritmo de crecimiento de la población. Tal realidad impacta en la estabilidad
social, incluso a escala familiar, y tiene repercusiones políticas, relacionadas con la insatisfacción
de las expectativas de vida de los individuos, sobre todo de los jóvenes.
Cuba, por las propias virtudes del sistema, produce un capital humano que el mercado laboral
nacional no está en capacidad de satisfacer a plenitud y ello la convierte en una fábrica de
potenciales migrantes, los cuales son bien recibidos en la mayor parte del mundo, incluyendo a
Estados Unidos, a pesar de las limitaciones impuestas por el gobierno de Donald Trump. Por otra
parte, la cultura de la globalización favorece la tendencia a emigrar de la juventud cubana, igual
que ocurre en otras partes del mundo.
La solución definitiva estaría en un desarrollo económico que no está a la vuelta de la esquina,
tampoco es viable pensar en restringir la calidad del capital humano, consustancial al socialismo, o
emprender acciones coercitivas contra la emigración, tampoco basta con una política encaminada
al intercambio con los emigrados, como ocurre actualmente, sino que se necesita integrarlos
orgánicamente a la vida nacional y aprovechar su posible contribución al desarrollo de la nación.
En esto consistiría el inicio de una nueva etapa en la política cubana hacia la emigración, que
requeriría establecer un marco jurídico donde estuviesen claramente definidos los derechos y
deberes de los emigrados; los beneficios mutuos que se obtendrían de su participación en la
economía del país; la plena integración de emigrados en actividades científicas, culturales y
deportivas; el acceso a los beneficios sociales; normas para la participación política, así como la
promoción de una cultura de la inclusión que facilite este proceso.
Tal decisión no sería extraña a las transformaciones en marcha y abarcaría aspectos relacionados
tanto con la política doméstica, como las relaciones exteriores de Cuba, especialmente respecto a
Estados Unidos. También tendría repercusiones políticas, algunas indeseadas, como siempre
ocurre, pero un mal menor, si se compara con el proyecto de nación que implicaría contar con los
emigrados y sus descendientes para construir el futuro de Cuba.
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